En octubre de este año 2016 se cumple el centenario del nacimiento de mi padre en la villa ducal de Alba de Tormes y quiero dedicar a su memoria esta entrada, posiblemente la que más se acerque al espíritu con que nació este blog, verdadero diálogo íntimo en la soledad y penumbra que proporcionan estos atardeceres de finales del invierno, cuando los días se van alargando poco a poco, aunque de manera cada vez más evidente.
Escribía Unamuno:
En estas tardes pardas,
mientras tardas las horas resbalando
van dejando tras sí huella de tedio,
el único remedio - ¡triste estrella! -,
tan desterrado al verse,
es acogerse al golfo del recuerdo
de lo que nunca fue.
Sin tratar de enmendar la plana a tan insigne pensador, - ¡lejos de mi ánimo! -, voy a intentar acogerme al golfo del recuerdo de lo que sí fue, porque a pesar de la muerte prematura de mi padre hace ya más de treinta años, las vivencias junto a él difícilmente se borrarán de mi memoria. Fue probablemente el golpe más duro que he recibido en mi vida, de tal forma que cambió no pocos conceptos y sí muchas convicciones que había mantenido hasta entonces: se desvaneció mi fe y mi confianza en un Dios justo y misericordioso, que premiaba a los buenos y castigaba a los que no lo eran, aunque siempre daba la oportunidad del perdón a éstos si manifestaban sincero arrepentimiento.
Mi padre era un hombre fundamentalmente bueno que se sacrificó en todo momento, como la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de su generación, para que los hijos disfrutáramos de una vida mucho más fácil; era, además, profundamente religioso, muy creyente y muy devoto, al igual que mi madre, una mujer extraordinaria. Cuando empezaban a disfrutar juntos del merecido descanso tras la jubilación, de sus nietos, de la vida en general, unos tumores malignos en el cerebro acabaron en pocos meses con todo. La justicia y la misericordia divinas en las que de manera firme creía hasta entonces se desvanecieron como azucarillos en una taza de café bien caliente; no podía tratarse en ningún caso de castigo o venganza por el comportamiento diario y habitual de ambos, lo que me condujo a pensar, como única alternativa, en una crueldad gratuita, que no se acomodaba en absoluto a mi idea de Dios.
Tras estas amargas reflexiones procuraré centrarme en lo que realmente me ha llevado a iniciar esta nueva andadura, los recuerdos de mi niñez junto a mi padre, no sin antes completar escuetamente su semblanza.
Tal y como había señalado anteriormente, mi padre nació en Alba de Tormes el once de octubre de 1916, concretamente en la calle Cuesta del Duque nº 12, como refleja y acredita su acta de nacimiento.
A finales de los años cuarenta del pasado siglo conoció a mi madre y ambos se casaron en Pedrosillo de Alba; tras residir durante algún tiempo en San Sebastián se trasladaron definitivamente a Salamanca, donde a principios de los cincuenta nacimos mi hermana y yo.
Unos años más tarde, finales de los cincuenta y principios de los sesenta, nacieron mis dos hermanos pequeños, completando así la familia numerosa.
Pero lo que voy a plasmar con imágenes es un recuerdo anterior, de mediados de esos años cincuenta, que cada primavera vuelve nítido a mi memoria cuando se va acercando la Semana Santa.
Mi padre era un profundo admirador de la obra de Gabriel y Galán, el poeta de Frades de la Sierra desgraciadamente poco conocido y mucho menos valorado; conocía de memoria varias de sus poesías, como Mi vaquerillo o El embargo, que nos recitaba a menudo, pero fue La pedrada la que más llegó a impactarme, pues la sentía de tal forma que parecía estar viviendo realmente los hechos, vivencias que conseguía transmitir a quienes escuchábamos embelesados.
LA PEDRADA
Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan
y me hiere la ternura ...
Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
Me enseñaron a rezar,enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar,
y como amar es sufrir
también aprendí a llorar.
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno,
de la aldea sosegada,
los clamores escuchando
de dolientes misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando ...
¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!
¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraidos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,
viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo ...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,
caminábamos sombríos,
junto al dulce Nazareno
maldiciendo a los judíos,
¡que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno!
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!
La procesión se movía
con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!
¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!
Y aquel sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía,
qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con el látigo de acero ...
Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y pura
como el cielo castellano,
rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,
se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,
paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,
zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados,
por el terrible suceso,
cercaron al niño, airados,
preguntándole, admirados:
¿Por qué, por qué has hecho eso?
Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!
HOY, QUE CON LOS HOMBRES VOY,
VIENDO A JESÚS PADECER,
INTERROGÁNDOME ESTOY:
¿SOMOS LOS HOMBRES DE HOY
AQUELLOS NIÑOS DE AYER?
Sé positivamente que este es un pobre homenaje, en especial si lo comparo con tantas enseñanzas y tanto cariño como de él recibí, pero no he encontrado mejor manera para expresar mis sentimientos y proclamar de alguna forma cuánto le he echado de menos en estos años. Tenía necesidad de manifestar ahora lo mucho que le quería, porque muy pocas veces se lo dije en vida, tal vez únicamente en sus últimos meses, cuando ya no podía escucharme.
NOTA.-
Las fotografías son en parte mías (las de mi familia y aquellas que reflejan momentos de procesiones actuales) y en parte tomadas de internet (las más antiguas, como las procesiones de Bercianos y La Alberca, o la de Gabriel y Galán, por ejemplo).
Hoy releo esta entrada, que no había comentado antes, porque quería esperar a este día.
ResponderEliminarLa entrada es un homenaje por el centenario del nacimiento de tu padre y hoy, lógicamente no es el centenario, pero si una cifra redonda, el 65 cumpleaños del mío.
Una de las cosas que más me llama la atención, aparte de la emotividad de las palabras, está en el último párrafo, donde explicas que pocas veces le dijiste que le querías.
Supongo que no decir te quiero, es algo común entre hombres, porque damos por supuesto muchas cosas, porque las sentimos sin necesidad de decirlas, porque nos cuesta más acercarnos a nuestros sentimientos por genética o porque lo hemos aprendido generación tras generación.
De pequeños nos enseñan que "los chicos no lloran" que es lo mismo que decir que no expresan sus sentimientos, y si se llora o si se expresan, somos menos hombres...
Con el tiempo vamos aprendiendo que la hombría, que se utiliza como sinónimo de valentía, nada tiene que ver con no expresar sentimientos, si no más bien lo contrario, con reconocerlos y ser capaz de mostrarlos sin miedo al que dirán (al menos es lo que yo pienso).
Hace tiempo escuché o leí que no es más valiente el que no tiene miedo, si no el que a pesar de tenerlo actúa enfrentándose a él. Supongo que valor y miedo deben estar unidos y el primero no puede existir sin el segundo.
Pero no voy a divagar más sobre significados que no es el objeto de este comentario y si voy a volver sobre el valor que hace falta para expresar los sentimientos, que aunque parezca mentira, tenemos que tener para decir lo que sentimos a las personas queridas.
Como decía antes entiendo por qué no le dijiste más veces “te quiero”, pero también creo que da igual las veces que se lo digamos a alguien, cuando ya no tenemos oportunidad de decirlo, nos van a parecer pocas y desearemos tener o haber tenido al menos una oportunidad más.
Así que, después de toda esta reflexión, no quiero dejar pasar este día sin decírtelo yo: TE QUIERO PAPÁ.
Magnífica reflexión y, seguramente, muy acertada. Con el paso de los años no sólo vamos adquiriendo más experiencia, sino también, a poco que nos esforcemos, muchos más conocimientos. Así, conjugando aquélla con éstos, llegamos a conclusiones mucho más maduras y ecuánimes. Muchas gracias por tu comentario; yo también te quiero.
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